El bloqueo

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Hoy a las siete de la mañana algunos edificios de la Universidad Nacional estaban bloqueados por los esdutiantes. Antes de saltar a criticar las vías del hecho sólo por que sí, me gustaría dejar algo en claro: con estos bloqueos sí estoy de acuerdo. Son necesarios si queremos que el país se entere de lo que pasa al interior de la Universidad, sobre todo teniendo en cuenta la desinformación descarada por parte de los medios oficiales. Eso por un lado.

Por otro lado, la forma en que estos bloqueos están pensado puede que sea la apropiada. El de esta mañana, por ejemplo, era un bloqueo programado para durar dos horas. No más. Se bloquea para que la comunidad que de encuentra a las 7 qued enterada y a las 9 se desbloquea para tener la mayor cantidad de impacto posible (ya que los estudiates se quedan en la Universidad porque tienen clase y no se van como consecuencia de los bloqueos) y hacer menos daño al semestre, de por sí maltrecho por el paro de trabajadores (el cual me parece un abuso injustificado y exagerado).

El bloqueo de esta mañana, por lo que pude ver, además era lo menos violento posible: las cosas bloqueando las puertas eran curitas gigantes, de papel, explicando las razones. Lo que más me pareció interesante y de rescatar: el bloqueo, aunque no era difícil de remover, duró más o menos lo esperado. A eso de las 8 se estaba desbloqueando el edificio de Ciencia y Tecnología, y Aulas de ingeniería a las 8 y pico. Si bien el bloqueo no duró hasta las 9 en muchos casos, cumplió con lo que se propuso. Y sobre todo, la comunidad comprendió la razón de ser de éste, y no lo destruyó como se hubiera podido esperar.

Yo espero ver más bloqueos como el de esta mañana. Bloqueos pacíficos, no obra del arrume de sillas y pupitres hecho por un grupo de encapuchados, que aprovechan para intimidar a estudiantes y profesores, rayar las paredes y tratar de propagar ideologías vetustas, sin sentido y comprobadamente ineficientes.

En cuanto a la razón de los bloqueos, no hay más que entrar al campus para darse cuenta que no es paja. Parece mentira que la propia Universidad, desde su oficialidad, se empeñe en decir que la crisis no es real. Tratar de tapar el Sol con la mano no tiene sentido, y el Gobierno lo aprendió hace poco cuando el presidente dijo que el tal paro nacional agrario no existía. Y ya todos sabemos cómo terminó eso. La Universidad Nacional se está cayendo a pedazos, y decir que no lo está sólo va a crear inconformidad entre la comunidad, que sabe y ve todos los días lo que es innegable.

Llámenme anticuado

Mucha gente lo toma como algo natural o simplemente no le pone cuidado, pero yo no puedo dejar de maravillarme ante lo que es posible hacer usando la tecnología disponible hoy como mainstream. A mi me cuesta sentir natural el poder enviar un texto a una persona a miles de kilómetros de distancia y que llegue en cuestión de segundos. Me cuesta que acceder a una buena parte de la suma del conocimiento humano sea tan fácil como sacar un objeto pequeño de mi bolsillo y hacer unos cuantos movimientos con el pulgar. Me sorprende poder llevar el equivalente a una biblioteca de varios estantes en mi bolsillo.

Es posible que todo eso me sorprenda por el simple hecho de que yo sé a grandes rasgos como funciona. Yo sé que no es magia, sé que no es tan fácil como hacer unos movimientos con el dedo, oprimir un botón y esperar que el milagro pase. No es así, al menos desde el punto de vista de lo que pasa tras bambalinas. Lo que hace que todo eso sea posible es un conjunto de tecnologías tan enorme que es difícil imaginarlo sin ser conocedor del tema. Y sabiendo algo al respecto resulta abrumador.

Desde la tecnología táctil que permite interactuar con un celular por medio de movimientos naturales de los dedos para escribir un mensaje, pasando por la aplicación del celular que transmite el mensaje, siguiendo con la tecnología de ondas de radio que realiza la transmisión del mensaje desde el celular hasta una antena, luego los kilómetros y kilómetros de infraestructura submarina para hacer llegar el mensaje (para este momento convertido a impulsos lumínicos) a los servidores de la compañía que presta el servicio, guardarlos allí y hacer el mismo proceso devuelta, para entregar el mensaje a su destinatario. Seguro, es más rápido y económico que enviar a un cristiano corriendo con un papel en la mano, pero a la vez requiere más ingenio, infraestructura y es increíblemente más complejo.

Todo eso pasa. Cosas como Google, Whatsapp o Facebook existen, y son usadas y dadas por hecho por millones de personas, sin percatarse de que es un verdadero milagro que existan en primer lugar. Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia, decía alguien por ahí, o algo así. Supongo que ese es en últimas el objetivo.

Minicuentos

Los escribí hace un tiempo, pero ahora quiero publicarlos.

Características básicas de un mini cuento

La pasada semana se realizó una extremadamente seria investigación sobre el género mini cuento. Durante los primeros dos días nuestros investigadores se dedicaron a lanzarse miradas inquisitivas los unos a los otros, pagados ocho horas diarias, mientras nuestro equipo de ladrones, Equipo Yasuri, entraba furtivamente a las casas de los escritores más representativos del género para robar sus obras. A lo largo de los segundos dos días nuestros serios investigadores trabajaron arduamente lanzándole miradas inquisitivas al material logrado por el Equipo Yasuri, entretanto que el Equipo Yasuri refregaba sus extremadamente serios testículos contra las uñas de sus manos. El viernes el perro del líder del proyecto estuvo de cumpleaños y, como regalo, su amo dejó las conclusiones finales de la investigación en sus patas. A continuación se presentan dichas conclusiones.

Un mini cuento debe:

  1. Tener huesos en su contenido.
  2. Tener perras en su contenido.
  3. Terminar con la muerte de algún personaje.
  4. No tener más de dos párrafos.
  5. Incluir elementos ficticios (magia, animales que hablan, juguetes vivos, administraciones transparentes, etc.).
  6. Estar ambientado en la ciudad.

Dadas las características del mini cuento, se presentarán en seguida tres ejemplos, escogidos cuidadosamente por nuestro equipo seleccionador de mini cuentos.

Las pulgas de Rita

Rita era una perra citadina. Además de ser una perra citadina, era también una perra doméstica y sus amos, de eso estaba segura, eran de la gente más prestante de la ciudad. A Rita le gustaba que la acariciaran los niños de la casa cuando llegaban del colegio; le gustaba que Diana, la señora, le comprara huesos con sabor a salami cada dos semanas, para esconderlos con entusiasmo debajo de las plantas del amplio jardín; le gustaba orinar en las flores de la casa vecina para meter en líos a Rufo, el perro de la señora Mariana. Pero lo que más le gustaba a Rita era escuchar las interesantes conversaciones que mantenían sus pulgas cuando estaban cerca a sus orejas.

Un buen día Rita olvidó su estatus, su orgullo y el honor de su familia y lo hizo en público. El placer fugaz nunca valió la pena, pues la humillación de rascarse para una perra de su alcurnia era demasiado grande y demasiado penosa como para vivir con ella. Sí, Rita era una perra citadina, y sus pulgas tuvieron que buscar otro huésped, uno un poco menos preocupado por su orgullo y más por su existencia.

Chocolates asesinos

Ladra, y con el ruido siente como todos y cada uno de sus huesos vibra como un par de maracas. Ladra de nuevo, más duro de lo que nunca había ladrado en su vida. Ladra una vez más, para sentir con sorpresa sus patas despegarse del suelo y ver el cuerpo de su amo alejarse en el andén, estupefacto. Cuando era sólo una cachorra le habían dicho que si lograba ladrar con suficiente fuerza volaría, pero nunca creyó semejantes historias. Ahora cree.

Ha volado por varias horas. A pesar de su escepticismo, siempre quiso saber que se suponía que pasaba si ladraba una vez en el aire. Nadie nunca le dio una respuesta, de modo que en este momento siente como su corazón palpita ante la pregunta nuevamente. Ladra, y ve cómo la gran fábrica de chocolates se agranda sin tregua mientras el viento, cada vez más contaminado por el humo de los miles de carros kilómetros abajo, choca contra su pelaje violentamente. Ladra otra vez, pero esta vez le faltó un poco, sólo un poco de fuerza en su ladrido. Charlie nunca imaginó el nuevo ingrediente que iría un día a caer del cielo.

Hambre

El cliente la miró como quien mira un televisor en una vitrina y dijo con voz pausada, “esta”. Era ciertamente un personaje grotesco: alto y gordo, su barriga se salía por entre los botones de su camisa blanca, manchada con lo que parecía ser sangre muy sucia y ligeramente más oscura en el área de las axilas. No importaba; ella tenía que hacer su trabajo. Sus hijos, sus malditamente hambrientos hijos la estaban esperando en esa pocilga que llamaban con inocente y ridícula sonrisa “casa”, al otro lado de la oscura ciudad. “Es toda suya, amigo”, dijo el proxeneta al recibir un fajo de billetes de baja denominación. El inmundo le hizo una mueca morbosa y entró a la pieza.

El cliente movía energéticamente su cadera de atrás a adelante al tiempo que se limpiaba restos de carne de los dientes con un hueso partido y putrefacto. Ella nunca pensó que alguien de esa compostura pudiera mover tan rápidamente parte alguna de su cuerpo. Nunca había tenido que hacer algo tan asqueroso como lo que estaba haciendo en ese momento. El hedor era insoportable y las pezuñas de ese repugnante animal le lastimaban la espalda. No era más algo normal lo que tenía dentro de sí, no era más una nariz humana la que olía sonoramente su nuca. Deseó que todo terminara, gritó, y un gran cerdo muerto y nauseabundo cayó sobre su desnudo y lastimado cuerpo. Sus hijos tendrían qué comer esa noche.

Un ejemplo de cómo la derecha puede llegar a ser mejor que la izquierda

Los encargados de manejar la estación de Trasmilenio de la Universidad Nacional por la carrera 30 (obvio, la de la calle 26 debería estar funcionando desde hace años pero por alguna razón sobrenatural las obras no se han podido completar) tienen un serio problema de, cómo lo llamaríamos, sentido común. Durante las horas en que no hay mucha congestión, esto es, durante las horas cercanas al medio día, cuando sólo cerca de la mitad de los pasajeros en uno de esos buses rojos viaja de pie, no hay demasiado problema y el acceso a la estación es, por llamarlo de algún modo, comparativamente descongestionado. Sin embargo en las horas pico, las más neurálgicas para el transporte de la capital, un problema de logística surge de entre las incompetentes mentes de quienes decidieron la forma en que los peatones y futuros pasajeros deben entrar a la estación.

Estoy hablando de la entrada sur, la que queda más cercana a la puerta central de la Universidad, y la que es más congestionada. La entrada sur de la estación consiste, como muchas otras entradas a lo largo del sistema, de un puente metálico (cuyo piso se encuentra en decadencia, doblado y hundido a causa de las bandadas de estudiantes que diariamente tratan de huir del campus), una caseta para comprar pasajes hacia el lado derecho de la entrada y más adelante, tres ruedas giratorias de cerca de un metro de alto, para que los pasajeros presenten su tarjeta (previamente comprada en la caseta o adquirida con anterioridad) y así puedan acceder al sistema que los llevará a sus respectivos destinos rápida, limpia y cómoda y económicamente.

Ahora bien, como todos sabemos, en Colombia se tiene la costumbre de manejar por la derecha, andar por la derecha, incluso gobernar por la derecha. El hecho de que algunos vivos intenten hacer lo contrario (me refiero a lo de manejar, claro) no implica que el clima general del país sea siniestro. Por otro lado, es totalmente comprensible que a una hora tan crítica como, digamos, las 6 de la tarde, cuando filas que se toman la mitad del puente de acceso se forman y, relativamente hablando, es poca la gente que sale de la estación, dos de las ruedas giratorias sean dedicadas para ingreso mientras que la otra restante se utilice para que los ex-pasajeros salgan, con sus corazones rotos por dejar atrás tan buen servicio, del sistema.

Teniendo en cuenta esos dos puntos, lo lógico sería que se respetase el statu quo y tanto pasajeros que salen como los que entran lo hicieran por sus respectivas derechas. Lamentablemente la realidad es la contraria, y a los pasajeros que salen de la estación sólo se les permite salir por la izquierda, es decir la salida/entrada más cercana a la caseta de tiquetería, y a los pasajeros que van a comenzar su trayecto sólo se les tiene permitido entrar a la estación también por su izquierda. Esto no tiene sentido.

Cuando uno va a salir de la estación la lógica le dicta que camine por la derecha, pero se encuentra con que todo el mundo está entrando por donde uno pensaba salir. Luego se percata de un agente, normalmente policía bachiller, a quien le asignan la infausta tarea de gritar, apercollado por las axilas, cabezas y torsos de quienes entran y salen, «salida por acá por favor». Parece ser que el desafortunado cristiano no cumple a cabalidad con su tarea y algunos, haciendo uso de la lógica nacional (la de la pereza), intentan entrar a la estación por el lado más cercano a la caseta. Se encuentran entonces con un servidor que va de salida, y con varias docenas más adelante y atrás de él, en una fila india difícil de ver en el caos capitalino en cualquier otra situación. Sus caras de frustración dado que llevan varios minutos esperando un huequito por donde colarse con evidentes.

Una vez afuera de la estación, es decir, una vez se cumple que para volver a tomar un bus articulado tendría que pagar otro pasaje, uno se encuentra con una masa de gente que trata de ingresar, y que uno tiene que atravesar para poder acomodarse y andar por el lado derecho (¡como debieron ser las cosas desde un principio!). Esta faena normalmente supone manoseada, maleta trabada entre las espaldas o hombros de dos compañeros de penurias y olida de extraños aromas, entre otros. Todo por unos módicos 1 750 pesares.

El arte

El lunes pasado terminó ArtBO, la feria y exposición de arte realizada en Corferias, en Bogotá. Por cuatro días los bogotanos tuvimos la oportunidad de deleitarnos con las muestras de expresiones artísticas audiovisuales de todas partes del mundo; se nos dio el camino al disfrute por nuestra parte de cuadros, esculturas, proyecciones y demás suerte de cosas artísticas enriquecedoras del ego de nuestro intelecto. Yo estuve allí, y vi con curiosidad arrasadora las caras perplejas de las personas contemplando las obras colgadas en las paredes blancas. Luego me miré a mí mismo, con mi cámara en el cuello, tomado de la mano de María, ella también con su cámara al cuello; poniendo mi cuerpo en posiciones ridículas y sórdidas para captar una instantánea. ¿Seré yo de aquel tipo de gente, parte de aquellos individuos que se sienten atraídos por la sola posibilidad de mostrarse como «intelectuales», exhibiendo su caras hipnotizadas al frente de dibujos sobre los que no entienden absolutamente nada, pero que aún así esperan que los que las observan creen que sí lo hacen?

Al salir de Corferias tomamos un taxi y el conductor me pareció una persona curiosa: pocos segundos después de subirnos a su vehículo yo estaba seguro de que nos iba a drogar y quitar algún órgano; eso lo pensé por la forma de su cara (lo siento, hay gente que definitivamente tiene cara de crápula y ahí no hay nada que hacer). Sin embargo me sorprendió cuando preguntó con una amabilidad muy rara en su gremio acerca de nuestro destino. Le di las instrucciones, que más que instrucciones eran el lugar, tratando de ser igual de amable y tragándome mi orgullo por haber juzgado a priori. Arrancó y yo no podía dejar de observarlo. Al voltear por la calle que va pegada a Corferias sus ojos se sumieron en los espacios del pabellón principal de la feria, en los estantes protegidos por los vidrios de la fachada, en la gente que caminaba perezosamente entre los cuadros; como si él mismo se muriese por estar ahí adentro, pero sus prioridades estuvieran por otro lado. Decidí quedarme con esa imagen del conductor, apoyada por su amabilidad.

Al dejarnos en nuestro destino le pagamos y él dio las gracias, muy decentemente. Caí en cuenta entonces de que el hombre en realidad era un taxista culto, de esos que pocas veces se ven, normalmente entrados en años, bien vestidos, amables y que no corren demasiado. De esos viejos de la ciudad a los que les gusta leer, la buena comida, ir a una que otra exposición. O tal vez no, tal vez sólo era un taxista amable que se preguntaba de qué diablos iba todo ese revuelto en Corferias. En todo caso me cayó bien, y estuve incluso tentado a darle propina; no soy de los que da propina muy a menudo (mi condición de estudiante no me lo permite), y mucho menos a los taxistas, pero cuando tengo la posibilidad y el servicio se lo merece, no encuentro ningún problema; incluso me da rabia cuando alguien que puede niega la propina de un servicio bien prestado.

En cuanto a de qué diablos iba todo ese revuelto en Corferias, ArtBO cumplió con mis expectativas, y me hizo preguntarme el papel de la cultura en todos nosotros. El evento estaba plagado de extranjeros e individuos pertenecientes a los sectores más pujantes de la sociedad bogotana, que caminaban con lerdez por entre las galerías, comentando animosamente las obras expuestas, señalando, observando. Algunos definitivamente estaban allí por el orgullo de poder decir «estuve viendo arte el domingo», otros tenían motivos más genuinos. Pero dejando de lado los motivos de la gente para asistir, llegué a la conclusión (de nuevo) de que el arte, y la cultura en general, son muy importantes en la vida de una sociedad que se llame a si misma civilizada. La entrada a artBO costaba quince mil pesos, siete mil para estudiantes, y el evento estuvo bastante decente, desde el humilde punto de vista de un servidor que poco o nada sabe de arte, hay que aclarar.

Aunque la mayor parte de las piezas artísticas se escapaban al dominio de las cosas sobre las que puedo tomar una opinión, algunas de ellas (las más básicas y las que recibirían más palos por parte de la crítica, tal vez) me parecieron simplemente brillantes y no pude evitar sentir cierto no se qué, no se dónde, al contemplarlas, o aplaudir mentalmente a su creador y proceder con las posiciones incómodas con la cámara fotográfica al frente de mi cara. Supongo que estas cosas son, como todo, cuestión de práctica, y entre más galerías y exposiciones visite, más atraído me sentiré hacia ciertos estilos o métodos, ciertos artistas, y lo que vendrá después, ciertos círculos sociales también. Vida intelectual, creo que la llaman. No me siento particularmente atraído por este sendero, siempre me ha parecido un ambiente algo denso y totalmente despojado de pragmatismo, pero las cosas pueden cambiar. De todas maneras, no es la única manera en que la cultura de manifiesta; personalmente, el teatro o la literatura me llaman un poco más la atención.

Esperemos que Petro cuide ese aspecto también.

Una galería con algunas de las fotos que tomé o que tomó María:

Occidente

De todas las culturas que han pasado por la faz del planeta, la civilización occidental es la que más le ha infringido daño. La, inevitable por su misma naturaleza, falta de valores de sus esferas más altas la hacen blanco fácil del derroche y la desigualdad que tanto la caracterizan. Lo irónico del asunto es que, aún aunque el mundo entero conoce sus puntos flacos y sus inocultables errores de definición, no es secreto que la inmensa gran mayoría de países busca parecerse en la mayor medida posible a Occidente, aparentemente desconociendo (aunque en mi humilde opinión haciéndose los de oídos sordos) los aberrantes efectos colaterales de su implementación a nivel masivo.

Una cosa piensa el burro…

Si se hiciera una encuesta a nivel nacional se encontraría que la población colombiana se considera occidental. Claro, esto teniendo en cuenta que el colombiano promedio supiese acaso qué significa el término; el punto es que el conjunto de valores que nos rige no se diferencia mucho de el conjunto de valores que rige a los ciudadanos de los Estados Unidos o de Inglaterra. Tal vez nosotros añadimos un poco de importancia a la familia y la religión, y se la quitamos a los escrúpulos y el control de los instintos animales de supervivencia que heredamos de los simios, pero en últimas las diferencias no son demasiadas.

Lo más importante, nos encanta ser occidentales. Nos sentimos orgullosos cuando nos identificamos con situaciones ridículamente imposibles en la películas estadounidenses o cuando gastamos millones en un centro comercial; de alguna manera nos sentimos superiores cuando nos comemos una hamburguesa en un McDonald’s y vacíos si nos perdemos de los últimos chismes de la farándula, ya sea criolla o, mal llamada, internacional. Nos medimos por el número de pulgadas en las que disfrutamos en alta definición (ya quisiéramos) nuestras series y novelas favoritas o por el número de tarjetas crédito o débito que tenemos.

Y claro, como no, miramos con cierta desconfianza todo lo que no nos huela a occidente. La gran mayoría de países africanos simplemente son países muy pobres dirigidos por dictadores déspotas que explotan a sus pueblos, que tampoco es que valgan mucho el esfuerzo de un rescate, ya que son una plaga de tribus incivilizadas, desunidas y en guerra permanente la una con la otra, un par de leones y una que otra pirámide. El medio oriente está poblado por unos bárbaros asesinos terroristas que sólo creen en la realidad de su religión, y la totalidad de los habitantes del resto del continente asiático son chinitos o indiecitos, tan bonitos ellos, tan raras sus costumbres. En Oceanía hay koalas, canguros y algunas personas civilizadas; se sabe que son civilizadas porque hablan en inglés. La fuente de todo mal en las películas viene de Rusia, una tierra árida y fría de gente amante del vodka, las armas y las putas. Por cierto, decir Europa Oriental es lo mismo que decir Rusia, sólo que más triste. En cuanto a los polos, son campo de estudio para los científicos, por supuesto, de occidente.

Hacemos de los enemigos de la democracia y del capitalismo (y de los Estados Unidos de América) nuestros enemigos. Abrazamos gustosos los carros innecesariamente grandes y hacemos de los excesos nuestro estilo de vida particular. Vivimos en pos del dinero, justificamos el medio con el fin y juramos tener creencias religiosas, curiosa e inexplicablemente contradictorias con nuestras acciones diarias. Glorificamos nuestras tradiciones folclóricas de cuando en cuando, como para recordarnos a nosotros mismos que en algún momento de nuestra historia, hace tanto tiempo que no podemos o no queremos recordar, no hicimos parte de ese occidente vibrante, cuna de todo avance de la especie.

Sí, qué bien se siente ser occidental, qué bien se siente estar en la cima de la humanidad, sobre todos esos plebeyos casi totalmente inútiles y prescindibles. Qué lindas se ven las gigantescas estructuras enchapadas en vidrio en toda su fachada, adornando los centros económicos de nuestras modernas metrópolis, tan altas, tan poderosas. Qué hermosos centros comerciales visitan nuestros compatriotas, tan pulcros, tan llenos de productos finamente diseñados, pensados para suplir una siempre justa demanda. La mano invisible siempre está actuando y no tiene preferencias, no hay por qué preocuparnos. A los corruptos les llegará su justicia, ya sea acá en la tierra o por parte de una mano divina; de todas maneras si una cosa nos han enseñado en Hollywood es que en un mundo libre como el nuestro siempre hay justicia, el malo siempre paga.

En todo caso, lo bueno es que somos occidentales pero aún así no tenemos que preocuparnos por los riesgos que ocupan a las administraciones europeas y norteamericanas; nuestra occidentalidad es inofensiva, no le hacemos daño a nadie y nadie nos hace daño. Bastante conveniente, ¿no?

…y otra el que lo está enjalmando

Bueno, hay algunas malas noticias: no somos occidentales. Al menos la gigantesca gran mayoría. Aunque personalmente encuentro esa nueva mas buena que mala, puede ser un poco chocante para algunos allí con una mesa en KFC. No somos occidentales; y a esa conclusión llego después no de mirar nuestras costumbres y modos de actuar y de pensar, sino de darme cuenta de los pensamientos de los que el mundo llama occidentales acerca de este asunto. Allá no consideran que ni Colombia, ni Latinoamérica (con la excepción tal vez de México), hacen parte de esa élite. Para ellos, muchas veces occidente es un sinónimo de primer mundo. Sí, así es: Japón, viéndolo desde este no muy errado punto de vista, es más occidental que nosotros.

Cuando un occidental llega a Japón espera que el choque cultural sea menos drástico que cuando viene a Venezuela, Ecuador o Colombia, por ejemplo. Espera encontrar más comodidades, que el ambiente sea más parecido a aquel que tiene en su lugar de origen, que el modo de hacer las cosas, de comprar y de vender, de consumir, sea aquel que forjó al mundo durante los siglos pasados. Y ciertamente sus expectativas siempre van a ser satisfechas: no va a encontrar todo igual, pero por lo menos sí más familiar de lo que lo encontraría en un país como el nuestro. Colombia no hace parte de los países occidentales, por más que su posición geográfica diga lo contrario.

Antes de que alguien se confunda y me tome mal, todo esto no lo digo con ánimo agitador o de reproche. Sólo lo digo para que tratemos de aceptar que nuestra naturaleza no es ser occidentales; acá en este lado del mundo hacemos las cosas de una manera diferente, y las leyes y reglas que se aplican allá no tienen por qué ser válidas acá. Lo escribo como una advertencia un poco pretenciosa para que comprendamos que si seguimos tratando de serlo, si seguimos intentando parecernos a ellos, algún día lo lograremos.

La imagen pertenece a Ben Reierson quien la comparte bajo Creative Commons.